15 nov 2008


¿Por qué se desploma todo?

Como en los momentos decisivos de la historia, las noticias se van precipitando de día en día; a veces, de hora en hora. El lunes los congresistas norteamericanos, rompiendo la disciplina de partido, echaban por la borda el plan para ayudar a la Mano Invisible a regular lo que por sí sola es incapaz de regular. Sin embargo parece que este miércoles el plan podría ser finalmente aprobado. Ante esta esperanza, ayer martes volvieron a subir ligeramente las bolsas que el lunes se habían desplomado. Al mismo tiempo, grandes bancos europeos se veían a su vez afectados por la crisis, y si los gobiernos no los hubieran rescatado, miles de depositantes estarían ahora mismo arruinados.

Vaivenes tan bruscos, incertidumbres tan grandes, ¿significan que estamos entrando en uno de estos momentos decisivos de la historia en que se producen los vuelcos que hacen cambiar al mundo? ¿Nos hallamos a las puertas de cambios trascendentales en el mundo económico y por ende político? ¿O acabará todo en agua de borrajas con sólo unas cuantas heridas y un enorme susto?

Lo más probable, puestos a arriesgar un pronóstico, es que sea esto último lo que acabe sucediendo. Sobre todo porque, ante la debacle que se ha puesto de manifiesto, no hay ninguna fuerza alternativa —ni política ni ideológica— que esté, hoy por hoy, preparada para abrir los ojos de la gente ante los desmanes que se han cometido y que se seguirán cometiendo. Y aun suponiendo que esta fuerza existiera, ¿tendría acaso la posibilidad de acceder a los grandes medios de manipulación de masas, sin participar en los cuales nada existe en el mundo de hoy? ¿No se lo prohibiría, acaso, la censura de hecho que tan bien conocemos?

Son manifiestos los desmanes, el atropello, el escándalo acontecidos en la vida económica. Los veremos más claramente si nos olvidamos de los enredos técnicos —esa gran cortina de humo— que practican habitualmente los profesionales de la cosa. “No soy economista. Luego sé de economía”, decía Fernando Sánchez Dragó en su columna de ayer en El Mundo.

La cuestión es muy sencilla. La cantidad de bienes, de riqueza que produce nuestra sociedad sigue siendo tan apabullante como siempre lo ha sido. ¿Por qué entonces estamos viviendo una debacle que amenaza con echarnos a las puertas de la miseria? Respuesta: porque hay una cosa denominada “el sistema financiero” en donde lo virtual sustituye a lo real, y el dinero y sus gigantescas burbujas a la riqueza. Jugando y especulando con niveles inauditos de dinero y de riesgo… ajeno, los tahúres del Gran Casino que es la finanza y la banca han acabado haciéndolo todo saltar.

Mejor. ¡Que salte todo de una vez! Siguiendo el consejo de Nietzsche, mordamos y arrojemos a lo lejos la cabeza de la serpiente que nos está ahogando. Arrojémosla, entre otras cosas, para no caer en la miseria, para no vernos privados de nuestros ahorros y de nuestros bienes. La intervención estatal, la compra de los bancos quebrados es hoy imprescindible. Pero compra, precisamente. No donación, no ayuda, no subvención.

Pero no basta con la compra; no basta tampoco con la exigencia de responsabilidades (¡no he oído ni una sola voz que las reclame!) a los tahúres que han utilizado el dinero de todos para jugar al borde del abismo… y se han despeñado. No basta con ello. Se impone repensarlo todo de nuevo, de arriba abajo. Para que no pueda suceder que ahí donde hay sobrada abundancia —para todos, no como hoy— exista riesgo de miseria.

Se alza el telón
"Contra la muerte del espíritu", reza el subtítulo de nuestra revista. Pero ¿qué espíritu, divino o maligno, es el que corre entre nosotros tan mortal peligro? Ninguno, en realidad: no son los espíritus imperantes en "el más allá" aquellos cuya desaparición nos inquieta de modo particular.
Lo que realmente nos angustia, lo que ha hecho surgir el Manifiesto que nos da título, es el riesgo de aniquilación que -desde hace décadas, pero hoy más que nunca- corre todo lo espiritual. Y lo carnal, lo terrenal. Por eso añadimos: "Contra la muerte del espíritu y la tierra". Porque lo amenazado es, en últimas, algo tan espiritual como carnal: algo tan carnalmente espiritual, tan poco abstracto, como la belleza, la cultura, el pensamiento… en torno a los cuales se abre un mundo. "Defender la cultura, el pensamiento, la belleza", dice el título de este primer número. De esto se trata, en efecto: de defender, como si nos fuera en ello la vida, lo más fundamental de todo: el aliento sin el cual nada tiene sentido; el impulso a través del cual el mundo y sus cosas -presentándose- cobran sentido y encanto, misterio y significación.

El sentido de las cosas… "¿Qué coño querrá decir ese tío? -podría exclamar, con su jerga habitual, cualquiera de nuestros contemporáneos-. ¡Ah! -añadirá quizás alguien un poco más versado-. Se está refiriendo a la utilidad de las cosas: lo más fundamental de todo, es cierto. Pero ¿por qué hablar entonces de cosas como el 'misterio' y el 'encanto'?"

La utilidad de las cosas, el provecho que, para su existencia material, el hombre extrae de los objetos que fabrica o de las cosas que en la naturaleza se presentan por sí mismas: tal es nuestro valor supremo; el único, en últimas. Todo lo domina la utilidad, todo lo rige el rendimiento -un frondoso, misterioso bosque también. Todavía un Baudelaire veía en el bosque "un templo de cuyos vivos pilares / confusas palabras emanan a veces". Ya nada emana del bosque: ninguna "palabra", ningún símbolo, ni confuso ni claro. Lo único que nos llega es el rechinar de las máquinas que hacen del bosque una eficiente explotación forestal; o el traqueteo de los coches que transportan a multitudes de anodinos turistas. La utilidad para el sustento, el provecho para la distracción: nuestros amos y señores. La utilidad, por ejemplo, de los muebles y edificios que pueblan nuestro entorno. Despiadadamente lisos, monótonamente rectos: ninguna curva aumentará, voluptuosa, el coste del producto; ningún ornamento disminuirá la velocidad del artefacto.

Todo son productos y artefactos. Como ese otro artefacto en que se ha convertido la ciudad, la polis: el espacio público. Lo que ahí domina, lo que da sentido, también es la utilidad: la prestación de eficaces servicios al ciudadano-cliente, a ese individuo que, evaluando los índices de productividad alcanzados por los unos o prometidos por los otros, adquiere cada cuatro años los servicios de una de las dos facciones que se reparten el poder.

Lo que se quiebra al producirse la tecnificación mercantilizada del mundo no es sólo el misterio de los bosques, el esplendor de los monumentos, la belleza de las ciudades. Son muchas otras cosas las que también se rompen. La belleza, por ejemplo, de un "arte" que, por primera vez en quince mil años, se pone a adorar… la fealdad. O se quiebra la sociedad como tal, esa comunidad de vivos y muertos que, habiendo recibido mil configuraciones distintas -polis, imperium, reino, nación…- se ve hoy reducida a un conjunto de átomos aglomerados por la soledad.

Todas las anteriores sólo son, sin embargo, expresiones de una quiebra mucho más fundamental. "Una comunidad de vivos y muertos", decíamos a propósito de la sociedad. Es en efecto el vivir y el morir, es el sentido mismo de nuestra presencia en el mundo lo que se rompe cuando desaparece la comunidad, cuando los "artistas" son los primeros en ultrajar la belleza, cuando nadie se sobrecoge ante la presencia misteriosa de las cosas, cuando las mercancías, tecnologías y productos se alzan -éste es el problema: no que existan- como piedra angular del mundo. Cuando muere, en una palabra, el espíritu -y con él, la tierra, la "carne" misma del mundo.

Y donde el espíritu no muere; donde, a trancas y barrancas, aún se mantiene un espíritu que bien poco tiene que ver con el nuestro, con lo que fue la civilización occidental; ahí, en este "tercer mundo" que, por un lado, planta cara a la concepción mercantilista de las cosas, mientras que, por otro, queda subyugado por sus productos y comodidades; ahí, en estos cuatro quintos del planeta en los que aún no muere del todo el espíritu, quienes de verdad mueren -y de hambre- son los hombres.

El surgimiento del Manifiesto

Porque la muerte del espíritu -el desvanecimiento del sentido- es lo más grave que puede ocurrir. Porque, por muelle que sea la "vida" que entonces nos queda, nos aboca a la peor de las muertes: a la más grotesca. Porque es grotescamente absurdo que, habiendo alcanzado el más fabuloso dominio sobre los mecanismos materiales de las cosas, perezcamos aplastados por esta misma materialidad. Porque si los adherentes al Manifiesto contra la muerte del espíritu y la tierra no tenemos absolutamente nada contra la materia y sus mecanismos, sus beneficios y utilidades, en cambio lo tenemos absolutamente todo contra el dominio al que nos someten. Por ello, exactamente por ello, es por lo que se lanzó el Manifiesto que nos da nombre.

Publicado en el mes de junio de 2002, convencidos sus promotores de que poca resonancia obtendrían tan inconvenientes ideas, tuvieron que constatar, sorprendidos, que el eco alcanzado era mucho mayor de lo que se habían imaginado. Pese a lo muy exiguo de los medios desplegados (publicación del Manifiesto en El Cultural del periódico El Mundo y apertura de una página web), un millar de personas, entre las que se cuentan destacadas figuras de nuestras artes, letras y pensamiento, han dado hasta ahora su apoyo a tales inquietudes. Se han celebrado diversas actividades públicas (conferencias, coloquios…) en varias ciudades españolas. La acogida que el Manifiesto ha obtenido en otros países, mediante su traducción y publicación en diversos idiomas, atestigua también la globalidad del malestar que nos mueve.

Ha llegado la hora de darle a todo ello el cauce de una publicación escrita. Al lanzar este primer número de El Manifiesto, cuya periodicidad será en principio trimestral, nos mueve un objetivo tan claro como preciso: establecer un nexo entre quienes compartimos tales inquietudes, fijar un "lugar de encuentro" en el que nuestras ideas, ansias y esperanzas puedan plasmarse y difundirse tanto teórica como prácticamente.

El Manifiesto quiere ser ante todo, como se indica en su cabecera, una revista de pensamiento crítico. Tal es nuestro empeño: hacer de estas páginas una gran revista de pensamiento y reflexión, una revista que se convierta en un destacado punto de referencia en el ámbito del pensamiento hispánico. No por ello aspiramos, sin embargo, a los rigores y exhaustividades del discurso universitario. A lo que quisiéramos más bien acercarrnos es a esta confraternidad de la verdad y la belleza que el nombre de "ensayo" califica con propiedad.

Ni de "derechas" ni de "izquierdas"

Será éste un lugar de reflexión, pero también de debate y confrontación. Las ideas contenidas en el Manifiesto constituyen el aliento que nos mueve. Pero este aliento se puede y debe respirar de diversas y hasta contrapuestas maneras. Todas ellas tendrán en estas páginas su lugar y su expresión. Resulta ello tanto más hacedero cuanto que, como ya habrá comprendido el lector, es imposible catalogar nuestro empeño con ninguna de las dos destartaladas etiquetas al uso. Si no es ciertamente de "izquierdas" el malestar que nos embarga ante la pérdida de cosas como el arraigo histórico, la grandeza o la belleza, tampoco es desde luego de "derechas" el desasosiego en que nos sumerge un mundo aplastado por la codicia y la rapiña mercantil.

Pero las ideas que nos mueven no sólo tienen que plasmarse teóricamente: también tienen que hacerlo prácticamente. Que nadie, sin embargo, espere encontrar en estas páginas ningún programa de "acción y redención". Pero que tampoco nadie espere encontrar tan sólo quejumbrosos llantos sobre nuestros males. Denunciar y protestar es tan imperativo como impostergable. Pero no basta. Se trata también de buscar alternativas, de imaginar proyectos, de pensar y soñar en cómo sería un mundo en el que se viera enaltecido lo que hoy se ve aplastado. De eso se trata, y de abordar concretamente los más graves desmanes que conozcamos; de llevarlos ante la opinión pública, convencidos como estamos de que propiciar la toma de conciencia por parte de amplios y decisivos sectores de la sociedad es lo más urgente que en este momento podemos y debemos hacer.

En los puntos que componen la Carta de Principios que con el título de "Ecologistas del espíritu" figura en nuestra contraportada, hallará el lector una buena ilustración de cuanto se acaba de apuntar. Como también la encontrará en las páginas en que las cuestiones teóricas se ven ilustradas con los mil casos de desmanes y estupideces -desternillantes algunos; trágicos otros- que la vida cotidiana nos depara con excesiva frecuencia.

Llamamiento a los lectores

Quisiéramos, para concluir, hacer un llamamiento muy especial a nuestros lectores. Un llamamiento no sólo para que habléis ampliamente de la revista entre amigos y conocidos. No sólo para que la adquiráis regularmente (suscribiéndoos quienes queráis sostenerla y aseguraros de recibirla regularmente). No tiene, en efecto, el menor sentido simpatizar con el espíritu del Manifiesto -valga la redundancia- y no implicarse mínimamente adquiriendo la publicación en que dicho espíritu se manifiesta. Pero este llamamiento a nuestros lectores también consiste en recabar vuestras opiniones y comentarios acerca de la revista y de cuanto en ella se exprese. Una amplia sección "Cartas de los lectores" -inhabitual en revistas de esta índole, pero… ¿qué es lo que, entre nosotros, no es inhabitual?- estará destinada a recoger vuestras aportaciones y sugerencias. Quisiéramos que, sintiendo esta revista como cosa vuestra, nos hagáis llegar el eco de cuanto aquí se diga o deje de decir. Y por ello, como primicia de dicho eco, adelantamos en este primer número los principales comentarios transmitidos por los adherentes al Manifiesto en el momento en que lo suscribieron.

Al lanzar el Manifiesto contra la muerte del espíritu ignorábamos por completo las reacciones que suscitaría. Al lanzar la revista que lleva su nombre, desconocemos igualmente el futuro que le aguarda. Sabemos que nos acechan mil retos y dificultades. Pero sabemos también que, con la colaboración de todos y el favor de los dioses, se vencerán. Tal es la razón por la que, lanzándonos jubilosos al ruedo, alzamos hoy el telón. ¡Que la fiesta comience!
Ruiz portela de la Revista EL MANIFIESTO

-Album fotográfico de Jessica Michibata















































































Permitidme tutearos, imbéciles

Cuadrilla de golfos apandadores, unos y otros. Refraneros casticistas analfabetos de la derecha. Demagogos iletrados de la izquierda. Presidente de este Gobierno. Ex presidente del otro. Jefe de la patética oposición. Secretarios generales de partidos nacionales o de partidos autonómicos. Ministros y ex ministros –aquí matizaré ministros y ministras– de Educación y Cultura. Consejeros varios. Etcétera.
No quiero que acabe el mes sin mentaros –el tuteo es deliberado– a la madre. Y me refiero a la madre de todos cuantos habéis tenido en vuestras manos infames la enseñanza pública en los últimos veinte o treinta años.
De cuantos hacéis posible que este autocomplaciente país de mierda sea un país de más mierda todavía. De vosotros, torpes irresponsables, que extirpasteis de las aulas el latín, el griego, la Historia, la Literatura, la Geografía, el análisis inteligente, la capacidad de leer y por tanto de comprender el mundo, ciencias incluidas. De quienes, por incompetencia y desvergüenza, sois culpables de que España figure entre los países más incultos de Europa, nuestros jóvenes carezcan de comprensión lectora, los colegios privados se distancien cada vez más de los públicos en calidad de enseñanza, y los alumnos estén por debajo de la media en todas las materias evaluadas.
Pero lo peor no es eso. Lo que me hace hervir la sangre es vuestra arrogante impunidad, vuestra ausencia de autocrítica y vuestra cateta contumacia. Aquí, como de costumbre, nadie asume la culpa de nada. Hace menos de un mes, al publicarse los desoladores datos del informe Pisa 2006, a los meapilas del Pepé les faltó tiempo para echar la culpa de todo a la Logse de Maravall y Solana –que, es cierto, deberían ser ahorcados tras un juicio de Nuremberg cultural–, pasando por alto que durante dos legislaturas, o sea, ocho años de posterior gobierno, el amigo Ansar y sus secuaces se estuvieron tocando literalmente la flor en materia de Educación, destrozando la enseñanza pública en beneficio de la privada y permitiendo, a cambio de pasteleo electoral, que cada cacique de pueblo hiciera su negocio en diecisiete sistemas educativos distintos, ajenos unos a otros, con efectos devastadores en el País Vasco y Cataluña.
Y en cuanto al Pesoe que ahora nos conduce a la Arcadia feliz, ahí están las reacciones oficiales, con una consejera de Educación de la Junta de Andalucía, por ejemplo, que tras veinte años de gobierno ininterrumpido en su feudo, donde la cultura roza el subdesarrollo, tiene la desfachatez de cargarle el muerto al «retraso histórico». O una ministra de Educación, la señora Cabrera, capaz de afirmar impávida que los datos están fuera de contexto, que los alumnos españoles funcionan de maravilla, que «el sistema educativo español no sólo lo hace bien, sino que lo hace muy bien» y que éste no ha fracasado porque «es capaz de responder a los retos que tiene la sociedad», entre ellos el de que «los jóvenes tienen su propio lenguaje: el chat y el sms». Con dos cojones.
Pero lo mejor ha sido lo tuyo, presidente –recuérdame que te lo comente la próxima vez que vayas a hacerte una foto a la Real Academia Española–. Deslumbrante, lo juro, eso de que «lo que más determina la educación de cada generación es la educación de sus padres», aunque tampoco estuvo mal lo de «hemos tenido muchas generaciones en España con un bajo rendimiento educativo, fruto del país que tenemos». Dicho de otro modo, lumbrera: que después de dos mil años de Hispania grecorromana, de Quintiliano a Miguel Delibes pasando por Cervantes, Quevedo, Galdós, Clarín o Machado, la gente buena, la culta, la preparada, la que por fin va a sacar a España del hoyo, vendrá en los próximos años, al fin, gracias a futuros padres felizmente formados por tus ministros y ministras, tus Loes, tus educaciones para la ciudadanía, tu género y génera, tus pedagogos cantamañanas, tu falta de autoridad en las aulas, tu igualitarismo escolar en la mediocridad y falta de incentivo al esfuerzo, tus universitarios apáticos y tus alumnos de cuatro suspensos y tira p’alante. Pues la culpa de que ahora la cosa ande chunga, la causa de tanto disparate, descoordinación, confusión y agrafía, no la tenéis los políticos culturalmente planos.
Niet. La tiene el bajo rendimiento educativo de Ortega y Gasset, Unamuno, Cajal, Menéndez Pidal, Manuel Seco, Julián Marías o Gregorio Salvador, o el de la gente que estudió bajo el franquismo: Juan Marsé, Muñoz Molina, Carmen Iglesias, José Manuel Sánchez Ron, Ignacio Bosque, Margarita Salas, Luis Mateo Díez, Álvaro Pombo, Francisco Rico y algunos otros analfabetos, padres o no, entre los que generacionalmente me incluyo.
Qué miedo me dais algunos, rediós. En serio. Cuánto más peligro tiene un imbécil que un malvado.
Perez Reverte