
6 abr 2009
MEMORIAS DE OGIGIA (y III) "Aquella frase en la pared"

Estuve toda la noche sin dormir. Lloré como no lo hice a la muerte de mi padre. Sólo pensaba el dolor y la vergüenza que estaría pasando mi familia al conocer los acontecimientos o lo que quisieran interpretar de ellos los medios de comunicación que tanto daño nos han hecho, a mí y mis amigos y correligionarios, pese al millón de euros que me gasté en ellos en inserciones publicitarias en esta última campaña.
Le recé a mi padre para que consolara en el dolor a mi madre y que su débil corazón no sucumbiera ante mi desdicha que iba a ser la de tantos.
A las 3 de la madrugada volvieron a encender la luz del corredor y volví a sorprenderme por la pintada que presidía el calabozo. ¿Cómo pudieron hacerla si antes de encerrarnos nos hacen desnudar y desprender de cualquier cosa que no sea la ropa?
Nos conducen en fila a una zona de aquel sórdido sótano ubicado en las dependencias de la Dirección General de la Policía en pleno centro de la ciudad. ¿Qué ciudad? Si no fuera la mía diría que cualquier pueblucho de Sudamérica o de Asia. Me recordó a la película de Stanley Kubrick “el expreso de medianoche”. Era la hora de “la reseña”, el acto más humillante que pueda sufrir una persona inocente después de ser detenido y engrilletado en medio de la calle y a plena luz del día por el amor u odio de una mujer herida, pero no por mis manos sino por el despecho, ese que nos lleva a la locura, a la mentira y a la infamia.
Tras ser fotografiado sentado en una banqueta hidráulica que giraba a la voluntad de agente policial reseñé las huellas de mis dos manos. Y tal cual, una vez hecho el trámite, fuimos de nuevo conducidos al corredor de los calabozos. No fue el único en el que estuve ese día.
Fueron hasta cinco distintos. El primero, antes de prestar declaración. En el estuve sólo. El segundo, después de la primera diligencia policial, lo compartí con siete presos más. Nos obligaron a tumbarnos a los 8 sobre una colchoneta. El tercero fue el que ocupé cuando fui vejado por la policía que me obligó a desnudarme y a vestirme hasta tres veces. En él se me intervinieron todos mis enseres y objetos personales. El cuarto fue donde estuve toda la noche y el quinto en el sótano de la ciudad de la justicia a la que fui trasladado para prestar declaración ante el Juez.
Al amanecer y colarse las primeras luces por las claraboyas y postigos de los calabozos, y cuando definitivamente encendieron todas las luces del sótano para partir en el furgón hacia el Juzgado, pude comprobar que aquella pintada –quizás llamando a la guerra santa- estaba hecha con la heces de un preso. Sólo así se puede rotular la pared de un calabozo en el que uno se siente y le tratan como tal.
Pero esto es sólo el final de mi historia en Ogigia. Una historia totalmente real que empezó en mayo del 2004.
Próximo capítulo: Mayo del 2004. "Esta es su novia. Fue Fallera Mayor"
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