
Me levanté un palmo de mi silla y le bese los labios, esos que le miraba inevitablemente los últimos días de nuestros encuentros. Y volví a besarle. Ella se excusó y se fue al baño. A la vuelta la esperé en el salón sólo iluminado por una lámpara rinconera que daba una tenue luz y que invitaba a al abrazo. Cuando volvió nos fundimos en un beso tan largo como deseado.
“Cuantas ganas tenía de besarte”, por fin me confesó. Y seguimos abrazados. Era tanto lo que compartíamos desde hace un año que era como si sólo nuestro amor fuera nuestra única asignatura pendiente. Pero había muchas más. Ella salía desde hacía dos años con Nacho y yo estaba casado y eso perduraría, en su caso, un año más y mi matrimonio hasta el increíble final de nuestra relación.
Como en los principios de toda relación en los que se tiende a pausar las citas, nosotros nos veíamos a menudo pero sabíamos que teníamos que compartir nuestras dobles vidas, lo que nos impedía nuestros encuentros a diario. Pero era inevitable. Nos queríamos. Nos amábamos. Ya no éramos dueños de nuestra voluntad que nos llevaría por caminos que nunca pensamos que podríamos recorrer.
Viajábamos juntos, comíamos, cenábamos juntos y con nuestras parejas. Recuerdo un día en el que en un viaje en autobús a no sé donde Nacho se pasó todo el trayecto besándola y haciéndole carantoñas. Lo veía por el retrovisor interior. Ella no me vio pero a mí se me encogía el alma por todo. Por todos.
Nuestro tercer encuentro fue, también en su casa. Pero para este me tenía preparado un verdadero ceremonial de poesía y amor. Una combinación explosiva entre almohadas y velas. En el suelo.
Extracto del próximo capítulo: "Angel Antonio Herrera, tú y yo".
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