Que a la cabra le tira el monte es algo indudable. Y es que la transversalidad de UPyD, el partido que preside la diputada fucsia Rosa Díez, está condenado desvanecerse y sumergirse en las aguas de la militancia. No se puede estar toda la vida viviendo en la indefinición. Eso sirve para meter cabeza, para aglutinar el mayor número de votos de un lado y de otro, desde la Unificación Comunista de España hasta los herederos de Blas Piñar.
Pero ese don de la ubicuidad política tiene fecha de caducidad porque los ciudadanos, al menos los mínimamente ilustrados y aquellos que tienen cuidada su conciencia, tenemos la suerte de saber lo que queremos en todas las dimensiones sociales, económicas, culturales y morales de la vida.
El que hayamos coincidido con Rosa Diez en su revuelta contra el socialismo colaboracionista con los cíclopes nacionalistas de la vieja Grascuña no significa que le hayamos otorgado una patente de corso o cheque en blanco para hacer lo que quiera. Que lo haga, pero no con nuestro voto.
Verla encima de una carroza de "bailarinas" enseñando el culo entre cueros negros, antifaces y látigos en el "día del orgullo gay" podrá resultar "progre" para algunos pero a mi se me cayeron los palos del sombrajo. Y ni que decir tiene con lo de su defensa del aborto libre y demás herencias de su pasado.
Pero mi trigémino ha resultado zarandeado al ver votar a Rosa Díez (y dos diputadas más del PP) a favor de que el Parlamento repruebe al Jefe del Estado Vaticano. He de decir que un servidor no está de acuerdo con el Papa en estos menesteres. Mi rebeldía y espíritu crítico innato me hacen contestar las manifestaciones del Papa sobre el preservativo, pero de ahí a que se utilice el Parlamento para poner en entredicho la autoridad política y moral de un Jefe de Estado me parece que hay un trecho.
La Díez padece, como muchos de la derecha, grandes complejos inhabilitantes e impeditivos para el día a día de la política. Le pasa lo mismo que a Ciudadanos. Y es que no se puede nadar entre dos aguas. Y menos en política.
Al final, la transversalidad resulta efímera porque el ciudadano lo que desea es claridad de ideas, compromiso, valor político y coherencia. Digo yo.
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