18 mar 2009

-Hace nueve meses

Nueve meses atrás me encontré en una situación que, reconozco, me ha marcado de por vida. Fui víctima de la mentira, de la injusticia y la manipulación, y conmigo toda mi familia. Uno de mis hermanos todavía padece las secuelas emocionales de aquel acontecimiento que, espero, supere cuanto antes.

Cuando uno sufre el zarpazo cruel de la mentira con las graves consecuencias personales que yo padecí, suele dar rienda suelta a la ira y a la venganza. Yo, por el contrario, sentí la necesidad inmediata de reconciliarme y abrazar la verdad de las cosas y poner en fila a todos los perjudicados para pedirles perdón por mis responsabilidades. Por no haber podido impedir la infamia que se cernía sobre todos nosotros.

Desde el principio de mi desdicha me reprochaba -mejor me sorprendía- el no ser capaz de generar, frente a tanto sufrimiento a mi alrededor, el rencor o incluso el desprecio. Todo lo contrario. Busqué mi parte de culpa y, con la verdad en la mano, sin miedos ni tapujos, hice un sincero acto de contrición.

Sólo quedaba asumirla ante el origen del infundio buscando cerrar cualquier herida, propia o ajena, porque, mientras no cicatricen todas, las de uno siguen supurando dolor y pena.

Busco el perdón. Pero también darlo. Necesito recibirlo con la misma urgencia que darlo.

Hay quienes prefieren dar la espalda a las cosas y sumergirse en el Jordán del olvido. Yo no soy así y busco la paz emocional y definitiva que serene mi espíritu y el de todos los que, como yo, vivimos lo que vivimos, mas allá de nuestra voluntad.

Es así de sencillo, sincero y necesario. Y quien bien me conoce sabe que no tengo más intención que esta.

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