Está de moda la nostalgia, o mejor dicho, la explotación comercial, mediática, de ese sentimiento que insinúa la certeza de haber sido felices en el pasado. Están de moda series como “Cuéntame”, “Amar en tiempos revueltos” o "L´alqueria blanca" en nuestra nociva televisión autonómica y se anuncia próximo el estreno de “La chica de ayer”, interpretada por Ernesto Alterio, una especie de “Regreso al futuro” con los años setenta de fondo decorativo.
El programa de TVE “Los mejores años de nuestra vida” arrasa en audiencia y su página web recibe muchos miles de visitas diarias, cantidad de gente que bichea entre gozo y lamento por las portadas de discos antiguos, canciones de la edad del bronce y fotos de deportistas con los pantalones muy cortos y muy ceñidos. Y Nino Bravo vuelve a hacer furor.
La memoria siempre es selectiva, y acabo de soltar una de las célebres verdades del barquero. La gente de mi edad y alrededores puede sentir nostalgia de los años sesenta, setenta, ochenta (nuestras dos movidas: la madrileña con música y fancines tercerviístas, y la de nuestra tierra Ìtaca: Bounty Saler, el R5..), si olvida a conciencia todo lo malo, cutre, casposo y feroz que tuvieron tales respectivas épocas.
A un servidor, la verdad, no le da ninguna melancolía acordarse del tiempo escolar de los sesenta, el aluvión entre progre y hortera de los setenta y la posmodernidad palurda de los ochenta. Unas décadas que tuvieron como iconos culturales a Massiel y su “La, la, la”, Jonh Travolta y la fiebre del sábado noche o, ya en plan de refinado cosmopolitismo, Alaska y la Bruja Averías, no pudieron ser siempre buenos tiempos. Salvemos de ello a Fernando Marquez, alias el Zurdo (la Mode), Duncan Du o mis amigos pijos "Los Nikis".
Aunque sobre gustos no hay reales ordenanzas, sí debería regir algún criterio sensato que sugiriese al menos la posibilidad de que haber sido joven, muy joven, no lleva por axioma a la conclusión de que éramos la caña de España: bellos, generosos, llenos de ímpetu vital y, sobre todo, felices.
La pretensión de que la vida -la que auténticamente merece vivirse -, acaba a determinada edad, y que el resto es un estrambote soportable gracias a las siestas ante el televisor o de pijama y orinal, los puentes del Pilar y la Constitución, las barbacoas en el chalet del cuñado y las dietas de biomanán, no deja de ser maniobra boba aunque muy rentable para algunos medios del “entertainment”; y lo más nefasto, una manera sutil, a todas luces rastrera, de tener convencido al personal sobre la exactitud de la ecuación que rige el mercado, es decir, las completas circunstancias del ser humano civilizado: cuando somos jóvenes y tenemos ganas de hacer algo apasionante, no podemos porque faltan los medios; cuando más o menos podemos, ya no nos quedan ganas. A roncar en el sofá y a echar tripa (algunos más que otros), que es el nirvana de los ciudadanos modélicos.
Tal como se nos vende, la nostalgia no es lujo de la madurez sino el pulido anestésico con que aplacamos las sombras del riguroso presente. Como fuimos jóvenes y felices y tenemos la memoria en mullido refugio, ya no merece la pena volver a interrogarse acerca del sentido de la felicidad y, mira por dónde, el sentido mismo de una sociedad cuyo único principio incuestionable es “trabaja, consume y muere”.
Conmigo que no cuenten para ese negocio. Los mejores años de mi vida son los que me quedan por vivir, y las cosas importantes por hacer, todas. Aquellos años, por mucho que yo me desgañitara cantando la copla cara al sol o l´himne de lluita, fueron para muchos años tristes, grises y mortalmente aburridos en los que un “pass in shock” de Manolo Santana o un gol de Gento erigían el santuario de toda una generación, donde están bien es en el NoDo.
Como decía Jorge Manrique: a nuestro parecer, cualquiera tiempo pasado fue, sencilla y llanamente, anterior. Así que yo sigo enrolado en el ejercito de liberación de las Ìtacas de la Sagrada Tierra Media porque, seguro, lo mejor queda aún por venir.
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