
Decía Pascal en su “Discurso sobre las pasiones del amor” que el “corazón tiene razones que la razón desconoce” y no seré yo quien le enmiende al filósofo francés después de todas mis denuncias de un mundo que pierde su sustancia por el abandono de la pasión y de la belleza como elementos dinamizadores del espíritu. Pero también es cierto que la inteligencia o la razón tienen su forma de amar como acaso no sabe el corazón.
Sigo pues, con el post anterior del “derecho al amor” en que planteaba la necesidad de ordenar la pasión con ciertas dosis de racionalismo, pautando los tiempos y las formas para disfrutar más y mejor del amor. Y ello no sólo nos pasa con el amor a la pareja sino en todas nuestras afecciones sentimentales mas allá de estas. Estoy hablando, así, de el amor a la tierra, a tu cultura e identidad.
En docenas de post anteriores he escrito sobre la necesidad de templar el esencialismo político y los sentimientos románticos con su sometimiento a realidades objetivas como son la historia, la sociología y el derecho, armonizadoras y reguladoras del amor entrañable a lo propio.
La pasión brutal e irracional, tanto en el amor como en la res pública, lleva al desorden personal y moral y nos aboca al fracaso, pero el gran reto del derecho está en que su preeminencia no sea obstativa para el libre y espontáneo ejercicio de la pasión legítima por las personas y por las cosas, tanto materiales, como inmateriales.
La tradición o la norma, pues, no pueden ser excusas para no amar y, de esta manera, la llamada a la razón o la invocación de la inteligencia muchas veces suelen encubrir nuestras propias incapacidades para no poder o no saber amar.
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